jueves, 23 de mayo de 2019

Definición de Filosofía


Según historiadores y comentaristas, la creación de la palabra filosofía se debe a Pitágoras de Samos quien la definió sencillamente como la aspiración a ser sabios. Sin embargo, en la historia de la filosofía encontramos diversas conceptualizaciones. Todas intentan dar una perspectiva general del quehacer filosófico aunque sus objetivos y su método de conseguirlos varían según el autor, la corriente o la época.

Aquí se presentan algunas definiciones relevantes.

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¿Por qué decimos que la filosofía es amor a la sabiduría?

La definición más conocida, más antigua, y más bella, es la que dice que «la filosofía es amor a la sabiduría». Etimológicamente significa exactamente éso: filo «afecto», amor; y sofía «sabiduría»: filosofía «amor a la sabiduría». Esta definición es sólida porque es muy clara y precisa.

El mejor desarrollo de la definición etimológica lo encontramos en el diálogo de Platón llamado El Banquete (Symposium). En éste se explica a modo de alegoría que el amor que el filósofo tiene por la sabiduría es como el que Eros tiene por la belleza.

Eros sabiendo que no posee belleza alguna procura la belleza. Pero ésta solo pertenece a los dioses y todas las cosas eternas. Y él que es un semidios jamás podrá llegar a alcanzarla. Así que por su deseo y su condición de semidios procura la belleza aún sabiendo que no llegará a poseerla nunca. Lo hace sólo por amor a la belleza y nada más.

Por su parte y de forma análoga el mismo modo el filósofo por pertenecer al género humano no es sabio (sólo los dioses pueden ser sabios). Así que la única relación que puede tener con la sabiduría es como la de Eros; sólo puede pretenderla, aspirar a ella, sólo puede amarla. Esto a sabiendas de que nunca la va a conquistar. El filósofo no es sabio (sólo los dioses pueden ser sabios) sino un amante de la sabiduría, es decir, ama la sabiduría sin ser sabio.

La filosofía según Ortega

José Ortega y Gasset define a la filosofía en su libro ¿Qué es filosofía? como «La búsqueda de la verdad hasta sus últimas consecuencias»

Para Ortega la filosofía es el conocimiento de la verdad (o verdades) más radical. Al contrario que las de más ciencias que a acotan su objeto de estudio (la astronomía se especializa en las estrellas, la química en los elementos, la geometría en las formas, etc.) la filosofía lo amplía a todo cuanto hay en el universo. Las ciencias tienen un conocimiento exacto pero limitado, incompleto, del saber, en cambio la filosofía tiene un conocimiento que se dirige a lo ilimitado. Es por ello que constantemente hace alusión a conceptos que se definen por su carencia de límites: absoluto, infinito, universo, realidad, mundo.

Con esta distinción entre ciencia y filosofía Ortega nos muestra el objetivo primordial de la filosofía: la búsqueda de una verdad que abrace al universo entero, incluído el mundo del hombre.

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Bibliografía
 • El Banquete, Discurso de Sócrates, Platón
 • ¿Qué es filosofía?, José Ortega y Gasset


martes, 21 de mayo de 2019

¿Por qué existe la filosofía?


«Ciertamente,
todas las de más ciencias
son más necesarias que la filosofía,
pero ninguna es mejor que ella»
—Aristóteles, Metafísica I, 983 a10

La filosofía surge del deseo del hombre por conocer la verdad. Diríamos que éste es su principal objetivo. Para ello va ha hacer uso de cualquier recurso que tenga a su disposición; la razón, la imaginación, la voluntad, la fe y finalmente la intuición (Véase Los Métodos de la filosofía). Descubre que el mejor se encuentra en él; se da cuenta de sus capacidades con todas sus limitantes para conocer la verdad y con ello ya empieza a obtener verdades; es decir, incluso sabiendo que no puede conocer ninguna verdad obtiene con ello una verdad; a saber, que no puede obtener verdades salvo esta misma. «Sólo sé que no sé nada» Dice Sócrates en La Apología de Sócrates

¿Por qué desea el hombre conocer la verdad?

Por un lado es inevitable filosofar en cuanto la episteme (Pensamiento dirigido al conocimiento de la verdad) sea una cualidad inherente al ser humano. El ser humano como ser racional no puede evadir su racionalidad a menos que renuncie a su calidad de persona.

Otra respuesta bastante plausible es la que dice que la principal herramienta que posee el ser humano para resolver sus problemas es el pensamiento. Si algo falla en el mundo del hombre el hombre se pregunta por la esencia, el objeto o el origen de ese algo. Si nos falla el amor nos preguntamos qué es el amor. Si no sabemos si algo vale la pena nos preguntamos por el objeta o la finalidad de ello. Si queremos no volver a cometer errores nos preguntamos por el origen de las cosas. Y en cuanto mejor sepamos pensar estaremos en mejores condiciones para resolver nuestros problemas.

Cuando sentimos que algo en nuestro mundo no nos es seguro filosofamos. Y el filosofar retaura, almenos temporalmente, esa seguridad. Es la postura que sostienen filósofos como José Ortega y Gaset, para quien el filosofar es inevitable toda vez que haya necesidad de darnos una explicación unitaria del universo que nos haga sentir seguros. «La verdad es para quien la necesita»; nos dice Ortega y el hombre la necesita independientemente si la encuentra o no.

Ahora bien, ese deseo no viene de la nada; es necesario que se de alguna de las siguientes condiciones para que el ser humano desee filosofar. Estas son:

Abandono del egocentrismo

La mejor manera en que el deseo de conocer la verdad surja es abandonando el egocentrismo. Cuando alguien no puede mirar más allá de sus intereses personales se vuelve incapaz de buscar verdades universales; propias del conocimiento filosófico.

El egocentrismo es propio del estado infantil del hombre; es normal en el niño, pero ridículo en el adulto. Cuando una persona no ve más allá de sus propios intereses la realidad le parece un instrumento para satisfacer sus deseos; cosas, personas y todo lo que se encuentre a su alrededor serán definidas de tal forma que le sean provechosas a él.

En cambio, alguien bien dispuesto a buscar la verdad más allá de la resolución de sus necesidades inmediatas podrá estar bien dispuesto a entrar en al basto y maravilloso mundo de la filosofía.

Confrontación de situaciones difíciles

Todos nos hemos encontrado en situaciones difíciles. La ruptura de una relación, la muerte de un ser querido, el sentimiento de fracaso, la perdida de la esperanza, la soledad, el miedo, la incertudumbre... Las situaciones difíciles son parte de la condición humana. El resolverlos mediante la inteligencia y la acción pertenecen a nuestra especie. La filosofía abona en gran medida a resolver esos problemas que nadie más que nuestro pensamiento es capaz de resolver. Cuando las soluciones a las situaciones difícieles no nos las puede dar el dinero, ni la sociedad, ni la ciencia, ni la religión, entonces sólo nos queda la filosofía.

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Son estas condiciones las que precisamente hacen madurar al individuo. Algunos antes, otros después y a algunos nunca.

Así ocurre la reflexión filosófica; buscando la verdad. Pero no cualquier verdad, si no aquella en la que no quepa duda y por ello la verdad genuina. Es por ello que se vuelve un ejercicio, además de apasionante, peligroso, porque tiene el poder de poner en duda no sólo lo que un sujeto piensa sino lo que una sociedad piensa. Así, gran parte de la transformación social se debe a la reflexión filosófica.

Hay algo que conocemos como tradición filosófica, y es todo aquello que comprende los sistemas ideológicos que sustentan a las sociedades y sus instituciones. Estas son generadas por reconocidos filósofos que con sus reflexiones han influido en la transformación social.

No es necesario conocer la tradición filosófica para adoptar una actitud filosófica pero hacerlo conviene para encontrar respuestas que de otro modo nos llevaría más recursos cognitivos, materiales y temporales. Además parte de la idea de culturala filosofía sólo puede ser colectiva; es decir que el conocimiento no depende sólo de una persona sino de una comunidad.

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Bibliografía
 • ¿Qué es filosofía? de José Ortega y Gasset
 • Lecciones preliminares de Filosofía, Lección II de manuel García Morente
 • ¿Qué significa todo esto? de Tomás Nagel


domingo, 19 de mayo de 2019

¿Qué son las humanidades?


Las humanidades son un área del conocimiento que tiene como objeto de estudio la cultura humana; en términos filosóficos: el espíritu

Sin embargo, no está muy claro qué es lo que signifique eso de «ser humano» para determinar qué es cultura humana y qué no lo es. Es decir, que dependiendo de aquello que sea el hombre podremos considerar si algo es humano o no lo es. Por ejemplo, si el hombre es un ser racional, todo aquello que haga con la razón será humano, lo demás no. Por el contrario, si pensamos que el hombre es un ser pasional, sólo aquello que haga de esa forma sería humano. Por otro lado si su esencia la ubicamos en los actos libres, sólo los que son libres son humanos. Otros dicen que ser humano es ser caritativo pero está muy claro si hay límites a la caridad, por autoconservación por lo menos, y si los hay entonces se desvanecería esa afirmación.

Como podemos ver, si bien identificamos el objeto de las humanidades, no es tan fácil distinguir en qué consiste éste. Sin embargo, a pesar que en el curso de la historia y en distintas sociedades se ha tenido un concepto muy variado de la cultura, podemos distinguir algunas cuestiones centrales de ésta. Podemos decir que asuntos como la existencia, la vida, la muerte, Dios, la verdad, la libertad, la bondad, la belleza, el conocimiento, la felicidad, etcétera, han sido objeto de reflexión de las sociedades de todos los tiempos, de tal manera que surgen disciplinas encargadas de su estudio. La cosmovisión que determina la forma de actuar dependerá de las respuestas que la sociedad de de estos asuntos.

sábado, 18 de mayo de 2019

La inhumanidad del color blanco


Al contrario que otro color, el blanco —del alemán blank: 'brillante'— es el único que es capaz de emanar toda la luz que le es posible a nuestra realidad; todo matiz, por muy tenue que sea, implica ya un declive de brillo. Por ello es un color límite en el que más allá de él no existe nada. Trae consigo la sensación de lo desconocido que no puede ser ni remotamente intelegido; no podemos percibir nada que sea más brillante que el blanco sin caer en la ceguera, sin caer en eso que llamamos deslumbramiento. Aún bajo cualquier perspectiva generativa del color —ya sea por adición o sustracción— el blanco es el culmen de la luz; es su límite*. Es, en términos generales, no cualquier luz sino La Luz —ya desde Newton experimentamos su descomposición en toda su gamma de colores haciéndola pasar a través de un prisma—

Ahora bien, percibir el color blanco como el límite de la luz nos permite transportar su significado más allá de su aspecto visual. Debido a que se trata de una experiencia muy particular podemos llevarlo en formas adjetivas a distintos campos cognitivos. Así, nos es posible entender expresiones como ruido blanco, mente en blanco, sabores blancos… O bien, definirlo con metáforas valiéndonos de palabras tales como puro, casto, virgen, pulcro, inocente, estéril, etc. Además, gracias a estas analogías nos es posible no sólo enriquecer nuestra comprensión y comunicación de fenómenos ajenos a la luz, sino que también nos llevan al conocimiento de la naturaleza del color más allá de su aspecto sensorial. De esta manera, la comprensión del color blanco es más amplia —y más clara— cuando decimos que es un color puro que cuando decimos técnicamente que es una luz estelar que no ha disminuído su velocidad de propagación; definición ésta tan precisa como pobre.

Se comprende entonces por qué la llamada psicología del color relaciona el blanco con asuntos extremadamente incorruptos como son los ya mencionados: pureza, pulcritud, virginidad… Y con otros no tan lejanos como paz, higiene, matrimonio o virtud. Sin embargo, soy de la opinión de que si bien las cualidades del color blanco son a todas luces las más elevadas no son las más cercanas a nuestra naturaleza. Antes bien, es un color que, al igual que todas las cosas que apuntan a asuntos absolutos, contradice todo aquello que nos define insalvablemente como humanos.

Siguiendo este sentido, y valiéndonos de expresiones no menos metafóricas afirmemos, sin ánimos de ponernos metafísicos, que el blanco es el color de la divinidad —no ya de Dios, un dios o todos los dioses, sino de aquello que hace referencia al grado supremo o más elevado de la realidad entera, la divinidad—.  El blanco es la divinidad de los colores porque es el grado superior inamovible, eterno, insuperable e incorruptible que le es posible emanar a la realidad entera.

Asentado esto podemos completar nuestra afirmación de que el blanco, por sus características divinas, es ajeno a nuestra naturaleza. Al contrario que Dios, el hombre es presa del devenir y, por ello, de la temporalidad, el cambio, la corrupción y demás conceptos que no sólo no tienen nada que ver con un estado absoluto sino que deambulan permanentemente entre un estado y otro. Más aún, el estado de perfección le es vedado al hombre ya sea por su finitud misma o por su estado permanente de necesidad. Por tal, para un juicio ajeno a las pasiones sacras, es difícil creer que el hombre sea o le sea posible ser un dios.

En este mismo sentido, el color de lo humano no puede ser el blanco, al menos sin ser dotado de caracteres místicos y mágicos. No en vano el supremo sacerdote —el papa—, la quinceañera y la novia visten de impoluto blanco; al igual que seres y conceptos que son cosiderados sagrados como el Espíritu santo, los ángeles, el Cordero de Dios; la idea del bien, la paz, la eternidad, la inocencia, la verdad, etc. No es tampoco extraña la emulación que hace de él la higiene que también puede presentar atributos divinos más o menos caprichosos: la esterilidad es ineherente a un ser que no puede ser replicado como lo es la divinidad.

Así, en su estado uniforme —no alterado ni interrumpido por la impertinencia herética de los demás colores— el blanco es el color de la divinidad. De ello desprendemos que es un color imposible e insustancial del hombre. En realidad, el blanco se opone a nuestra naturaleza. Por más que queramos vestir nuestro mundo y a nosotros mismos de blanco el blanco nos repele. Lo hace porque no nos es posible remediar nuestra condición de seres temporales, por no decir que finitos.

Visto desde nuestra condición el blanco es un color completamente negativo: es intolerante —una ligera variación en su pulcritud se antoja a escándalo—, es un signo de enfermedad y muerte; es debilidad. En suma, el blanco es contrario a todo aquello que está vivo y en esencia cambia. Sordo y ciego a los matices, se opone a cualquier tipo de cambio o sugestión. Su requerimiento de inviolabilidad es perenne; aun nuestra presencia en él ya resulta una contradicción. Es impermeable puesto que se resiste a cualquier comercio o alianza con algún otro color con tal de no perder su pulcritud. Como carece de pasiones está libre de cualquier tipo intención, necesidad o apetencia.

Esto explica el porqué el hombre resulta chocante vestido de blanco; no es ni puede ser un dios. Su tendencia o preferencia por él no son más que pretensiones sublimadas; cree inocentemente que le es posible ser puro, casto o santo. La consecuencia es que la realidad termina situándolo en su lugar haciéndole ver su necesidad, su miseria, es decir, su finitud. Lo peor, al representar esa triste emulación termina avergonzado de su naturaleza, pues no se resigna a no ser como un dios. Lo que en verdad a sucedido es que se ha dejado seducir por esa promesa que se esconde en todo lo absoluto: la eternidad. La naturaleza del hombre es distinta a eso, y si éste no deja de mirar las nubes para ver lo que le es más próximo no podrá aprender a quererla, ni a ella ni a sí mismo.

El blanco no es nuestro color —ni siquiera podemos decir que tengamos un mismo color siempre—. En el fondo no es ni siquiera apetecible. No somos seres puros; nuestra naturaleza no lo quiere. Por eso, todo intento de coronar al color blanco en el mundo del hombre no hace más que contradecir nuestra humana realidad.
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* Esto es cierto, aún si objetáramos que la percepción de la luz es relativa al receptor mismo, porque la cualidad blanco hace referencia a una experiencia subjetiva —el grado límite perceptible de la luz— y no propiamente a una cualidad objetiva —como la longitud de onda en que podría ser situada—. Si bien todos los organismos sensibles a la luz perciben el blanco a un nivel de frecuencia muy particular se entiende que todos lo viven como el límite de la luz. Más allá del determinismo biológico, el blanco es una experiencia que todos percibimos como un tope, como un lugar donde más allá de él no existe nada. Por más que entendamos que hay organismos capaces de traspasar nuestro límite de percepción, todos, desde nuestra subjetividad, nos referimos al color blanco como el limite de la luz. Así, constituimos un mundo común en el que organismos similares percibimos de forma similar; un mundo que excluye en razón de esa similitud. El mundo de un invidente, para no irnos muy lejos, es notoriamente muy distinto a los otros de su misma especie. Por muchos mecanismos que se puedan implementar para integrarlo al de su especie no invidente su condición misma lo hace construir un mundo aparte.