sábado, 18 de mayo de 2019

La inhumanidad del color blanco


Al contrario que otro color, el blanco —del alemán blank: 'brillante'— es el único que es capaz de emanar toda la luz que le es posible a nuestra realidad; todo matiz, por muy tenue que sea, implica ya un declive de brillo. Por ello es un color límite en el que más allá de él no existe nada. Trae consigo la sensación de lo desconocido que no puede ser ni remotamente intelegido; no podemos percibir nada que sea más brillante que el blanco sin caer en la ceguera, sin caer en eso que llamamos deslumbramiento. Aún bajo cualquier perspectiva generativa del color —ya sea por adición o sustracción— el blanco es el culmen de la luz; es su límite*. Es, en términos generales, no cualquier luz sino La Luz —ya desde Newton experimentamos su descomposición en toda su gamma de colores haciéndola pasar a través de un prisma—

Ahora bien, percibir el color blanco como el límite de la luz nos permite transportar su significado más allá de su aspecto visual. Debido a que se trata de una experiencia muy particular podemos llevarlo en formas adjetivas a distintos campos cognitivos. Así, nos es posible entender expresiones como ruido blanco, mente en blanco, sabores blancos… O bien, definirlo con metáforas valiéndonos de palabras tales como puro, casto, virgen, pulcro, inocente, estéril, etc. Además, gracias a estas analogías nos es posible no sólo enriquecer nuestra comprensión y comunicación de fenómenos ajenos a la luz, sino que también nos llevan al conocimiento de la naturaleza del color más allá de su aspecto sensorial. De esta manera, la comprensión del color blanco es más amplia —y más clara— cuando decimos que es un color puro que cuando decimos técnicamente que es una luz estelar que no ha disminuído su velocidad de propagación; definición ésta tan precisa como pobre.

Se comprende entonces por qué la llamada psicología del color relaciona el blanco con asuntos extremadamente incorruptos como son los ya mencionados: pureza, pulcritud, virginidad… Y con otros no tan lejanos como paz, higiene, matrimonio o virtud. Sin embargo, soy de la opinión de que si bien las cualidades del color blanco son a todas luces las más elevadas no son las más cercanas a nuestra naturaleza. Antes bien, es un color que, al igual que todas las cosas que apuntan a asuntos absolutos, contradice todo aquello que nos define insalvablemente como humanos.

Siguiendo este sentido, y valiéndonos de expresiones no menos metafóricas afirmemos, sin ánimos de ponernos metafísicos, que el blanco es el color de la divinidad —no ya de Dios, un dios o todos los dioses, sino de aquello que hace referencia al grado supremo o más elevado de la realidad entera, la divinidad—.  El blanco es la divinidad de los colores porque es el grado superior inamovible, eterno, insuperable e incorruptible que le es posible emanar a la realidad entera.

Asentado esto podemos completar nuestra afirmación de que el blanco, por sus características divinas, es ajeno a nuestra naturaleza. Al contrario que Dios, el hombre es presa del devenir y, por ello, de la temporalidad, el cambio, la corrupción y demás conceptos que no sólo no tienen nada que ver con un estado absoluto sino que deambulan permanentemente entre un estado y otro. Más aún, el estado de perfección le es vedado al hombre ya sea por su finitud misma o por su estado permanente de necesidad. Por tal, para un juicio ajeno a las pasiones sacras, es difícil creer que el hombre sea o le sea posible ser un dios.

En este mismo sentido, el color de lo humano no puede ser el blanco, al menos sin ser dotado de caracteres místicos y mágicos. No en vano el supremo sacerdote —el papa—, la quinceañera y la novia visten de impoluto blanco; al igual que seres y conceptos que son cosiderados sagrados como el Espíritu santo, los ángeles, el Cordero de Dios; la idea del bien, la paz, la eternidad, la inocencia, la verdad, etc. No es tampoco extraña la emulación que hace de él la higiene que también puede presentar atributos divinos más o menos caprichosos: la esterilidad es ineherente a un ser que no puede ser replicado como lo es la divinidad.

Así, en su estado uniforme —no alterado ni interrumpido por la impertinencia herética de los demás colores— el blanco es el color de la divinidad. De ello desprendemos que es un color imposible e insustancial del hombre. En realidad, el blanco se opone a nuestra naturaleza. Por más que queramos vestir nuestro mundo y a nosotros mismos de blanco el blanco nos repele. Lo hace porque no nos es posible remediar nuestra condición de seres temporales, por no decir que finitos.

Visto desde nuestra condición el blanco es un color completamente negativo: es intolerante —una ligera variación en su pulcritud se antoja a escándalo—, es un signo de enfermedad y muerte; es debilidad. En suma, el blanco es contrario a todo aquello que está vivo y en esencia cambia. Sordo y ciego a los matices, se opone a cualquier tipo de cambio o sugestión. Su requerimiento de inviolabilidad es perenne; aun nuestra presencia en él ya resulta una contradicción. Es impermeable puesto que se resiste a cualquier comercio o alianza con algún otro color con tal de no perder su pulcritud. Como carece de pasiones está libre de cualquier tipo intención, necesidad o apetencia.

Esto explica el porqué el hombre resulta chocante vestido de blanco; no es ni puede ser un dios. Su tendencia o preferencia por él no son más que pretensiones sublimadas; cree inocentemente que le es posible ser puro, casto o santo. La consecuencia es que la realidad termina situándolo en su lugar haciéndole ver su necesidad, su miseria, es decir, su finitud. Lo peor, al representar esa triste emulación termina avergonzado de su naturaleza, pues no se resigna a no ser como un dios. Lo que en verdad a sucedido es que se ha dejado seducir por esa promesa que se esconde en todo lo absoluto: la eternidad. La naturaleza del hombre es distinta a eso, y si éste no deja de mirar las nubes para ver lo que le es más próximo no podrá aprender a quererla, ni a ella ni a sí mismo.

El blanco no es nuestro color —ni siquiera podemos decir que tengamos un mismo color siempre—. En el fondo no es ni siquiera apetecible. No somos seres puros; nuestra naturaleza no lo quiere. Por eso, todo intento de coronar al color blanco en el mundo del hombre no hace más que contradecir nuestra humana realidad.
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* Esto es cierto, aún si objetáramos que la percepción de la luz es relativa al receptor mismo, porque la cualidad blanco hace referencia a una experiencia subjetiva —el grado límite perceptible de la luz— y no propiamente a una cualidad objetiva —como la longitud de onda en que podría ser situada—. Si bien todos los organismos sensibles a la luz perciben el blanco a un nivel de frecuencia muy particular se entiende que todos lo viven como el límite de la luz. Más allá del determinismo biológico, el blanco es una experiencia que todos percibimos como un tope, como un lugar donde más allá de él no existe nada. Por más que entendamos que hay organismos capaces de traspasar nuestro límite de percepción, todos, desde nuestra subjetividad, nos referimos al color blanco como el limite de la luz. Así, constituimos un mundo común en el que organismos similares percibimos de forma similar; un mundo que excluye en razón de esa similitud. El mundo de un invidente, para no irnos muy lejos, es notoriamente muy distinto a los otros de su misma especie. Por muchos mecanismos que se puedan implementar para integrarlo al de su especie no invidente su condición misma lo hace construir un mundo aparte.

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